Toda la legislatura de Rodríguez Zapatero ha venido marcada por la forma en que los socialistas llegaron al poder entre 11 y el 14 de marzo de 2004.
Está, por una parte, la matanza del día 11. Lo único que ha quedado claro después de todos estos años de investigaciones y silencios es que sabemos muy poco de lo ocurrido y, sobre todo, que los socialistas no quieren que se sepa ni siquiera una parte de la verdad. El Gobierno de Rodríguez Zapatero consideró desde el primer momento que la ocultación y la mentira eran instrumentos políticos legítimos. No han dejado de utilizarlas sistemáticamente a lo largo de todos estos años.
Por otra parte, el gobierno es tributario de los votos que se movilizaron a su favor entre el 11 y el 14 de marzo. Hubo un voto radical, de ultraizquierda, cultivado desde 2002 con la guerra de Irak como pretexto. Y hubo otro de un sector de la opinión pública, menos radical, que se sintió engañado por el Gobierno de José María Aznar y le castigó el día 14.
A estos últimos están destinadas las mentiras sistemáticas de un Gobierno que ganó las elecciones argumentando que "este país se merece un Gobierno que no mienta". Ni Rodríguez Zapatero, ni su administración ni los numerosos medios que le apoyan pueden decir la verdad sobre lo ocurrido el 11 de marzo, ni sobre la negociación con la ETA, ni sobre la dimensión del cambio introducido con el nuevo Estatuto de Cataluña ni sobre la demolición de cualquier recuerdo de independencia en los organismos reguladores y las instancias jurídicas.
A los primeros, los radicales de izquierda, se han dirigido campañas como la intentada con el aborto –tras el escándalo de las prácticas ilegales e inhumanas practicadas en las clínicas–, la eutanasia –con el pretexto de la absolución del anestesista del Hospital de Leganés– y, cada vez con más furia y más ruido, la ofensiva anticlerical.
Habrá otras de aquí al 9 de marzo. Más que de reafirmarse en posiciones radicales –aunque en muchos casos lo sean–, lo que intenta el PSOE es arrinconar al PP en una imagen de "derecha extrema", por decirlo con la expresión del propio Rodríguez Zapatero.
Así se moviliza el voto radical y se intenta inducir otra vez a la desconfianza a los votantes más moderados que se sintieron engañados tras el 11-M. En el PSOE deben de saber que los dos sectores son sustancialmente distintos. Están obligados por tanto a hacer bastantes equilibrios para no asustar a los segundos con la intención de mover a los primeros.
Por eso, porque requiere una dosificación muy cuidadosa de los mensajes, es una estrategia peligrosa para el PSOE. Pero tiene además otra dimensión. Casi todo en la campaña del PSOE –aparte de las medidas demagógicas, por lo que se ve improvisadas sobre la marcha por el propio Rodríguez Zapatero– se basa más que en la descalificación del adversario, en su anulación como posible alternativa. Eso nunca es bueno en democracia, y menos aún en el sistema español, en el que la gobernación requiere elegir una de dos alternativas: o la restauración de los grandes consensos entre partidos nacionales, o el pacto con partidos cuya razón de ser es debilitar sin fin el propio sistema. El PSOE de Rodríguez Zapatero, movido por una pulsión extraña, autodestructiva, ha convertido estas elecciones en una ruleta rusa con los españoles de rehenes. Una invitación al suicidio.